Era la hora de levantarse para ir a la escuela. En la cocina ya crepitaba el fuego recién encendido con leña de roble, pero costaba abandonar el lecho caliente. Por las rendijas de la madera se colaba silbando una ráfaga de viento helado, y un resplandor blanco muy familiar que venía de la calle iluminaba tenuamente el interior. Había nevado. Una de aquellas nevadas perfectas que cubrían todo, que borraban los caminos, que impedían las tareas, que tapaban las cimas de los arbustos que comían los animales en estos meses duros pero que alegraban a los niños porque la nieve era bella, divertida, y anunciaba días de juego en la calle y de fuegos especialmente abrazadores en el bendito hogar.
Esos días, la abuelica se asomaba a la puerta,
miraba a la sierra y murmuraba: ¡Oy Jesús,
qué frieu fa! y
retornaba rauda al corredor, contemplaba
el manto albo de la vea de La Retuerta y entraba en la cocina, buscando
el amparo de aquella lumbre acogedora y
confortable. El padre que en esos días estaba en casa, porque las obras se
paraban por el frío y la imposibilidad
de tránsito en la sierra, buscaba la pala más grande y se disponía a abrir
camino para que la vida comenzara a bullir también fuera. A mí me entusiasmaba
recorrer aquel risco que él abría en medio de una trinchera de nieve que solo
me permitía ver el cielo y seguir por el carrilito hasta San Juan, donde los
vecinos madrugadores y el ganado ya habían transitado y roto el encanto.
A mi padre, productor de Moncabril en
las Presas de Vega de Conde y Vega de Tera, le oí por primera vez aquel nombre
que me resultaba nuevo en el riquísimo elenco de nuestra toponimia: Peña
Trevinca. En estos días de enormes nevadas, que podían alcanzar en el pueblo
medio metro, y a veces bastante más, él
se acordaba de la montaña más alta que los observaba tranquila, inalterable
desde la cumbre del cercano Moncalvo. ¡Cómo estará hoy Peña Trevinca! – decía.
Después lo oí cada vez con más frecuencia, y siempre asociado al frío, a la
nieve, al viento que entraba por Portillo Puertas y agarrado al Tera por La Cueva
abajo, llegaba al pueblo y “helaba las piedras”. Yo no la conocía .
Desde el pueblo no se ve y entonces lo que no se veía desde el pueblo estaba
demasiado lejos. Me intrigaba esa montaña mítica de la que los mayores hablaban
con cierta admiración, respeto y un poquito de misterio. Se popularizó bastante
con las obras, se acercó.
Un día en pleno verano, siendo aún muy niña
acompañé a un familiar a la sierra y pude atisbarla por primera vez, era agosto
y estaba nevada. No parecía tan alta porque estaba lejos de Piachunta, centro
de la serranía de nuestra demarcación. Entonces pensé que algún día iría hasta
allí y podría conocerla bien. Quedó ahí en el reservorio de mis asuntos
pendientes y de mis promesas.
Poco a poco
fui averigüando más datos de su historial y aprendiendo algo más de ella. Datos
que los mayores iban desgranando cuando hablaban de su estampa como de una dama inalcanzable. Era la montaña más alta de toda la sierra,
más que el pico de Moncalvo, tenía más
de dos mil metros de altitud. En ella se juntaban y se separaban las tres
provincias Zamora, León y Orense. Cerca, muy cerca de su ladera Este, nace
nuestro río más importante y más grande, El Tera. Durante los años en que se
construyeron las presas, algunos de los
técnicos, entre ellos el mismo Gabriel Barceló, utilizó sus condiciones muy
favorables como pista de eskí y allí practicaba este deporte los domingos
acompañado de su mujer y de Manolo, joven empleado, servicial y servidor, que
subía los esquís hasta la altura deseada y los bajaba al final. El coche
entraba hasta Vega de Conde, desde allí el camino se hacía andando.
Cuando ocurre
la Tragedia en el año 59, Peña Trevinca había ganado en admiradores, había
acompañado a los obreros en su trabajo y la sentían muy cercana y por ellos,
también nosotros.
La primera vez
que la ví más cerca, coincidió con uno de los momentos más emotivos que viví en
los años siguientes a la tragedia. Cuatro años después subí con dos amigas a
ver la presa rota, aquel muro que nos había roto también a nosotros, y me
pareció, sentí, que la naturaleza toda, representada por aquellas montañas
cercanas, Prao caballo, El cabezo, Moncalvo, Trevinca… los valles del Tera, y el propio río,
lloraban conmigo. A partir de entonces cuando he subido a la presa rota, busco
enseguida su esbelta figura pero sobre todo la siento como parte muy íntima de
nuestros recuerdos y cuando pienso en Vega de Tera, que es casi constante en
nuestras vidas, ella está ahí siempre nevada en el paisaje más entrañable, y
más trágico.
Por fin hace ya más de veinte años un grupo de personas de la familia decidimos subir hasta su palacio de nieve
para visitarla. Queríamos llegar hasta la misma cima y mirarla cara a cara y
contemplar desde allí el impresionante paisaje que siempre me habían dicho que
se extendía a sus pies en todas las direcciones. Me invadía la emoción . Todo
lo referente a esa zona es para nosotros tan profundo que nos altera mucho, nos
perturba y nos estremece. Salimos temprano. Fue la primera vez que subía por
San Martín y la laguna de los peces. La estampa de Vega de Tera allá abajo en
el mismo comienzo de la garganta del río me estremeció profundamente una vez más.
Rehuí contemplarla. En Vega de Conde recordé intensamente a mi padre que tanto
había trabajado allí, tan cerca de la dama. Con fríos, con calor, con tantos
anhelos que cumplir, con tantas esperanzas que se frustraron, con tantos
sacrificios nunca reconocidos.
En su valle florido junto al Tera pequeñito
todavía, hicimos un descanso y tomamos un refrigerio para reponer las fuerzas
necesarias en el esfuerzo de la subida.
Pero ya no seguimos todos. Allí, como en un campamento base, se quedó Lurdes
esperándonos y guardando cuanto no fuera
necesario para el tramo final. El grupo era bastante desigual en la tarea de
subir montañas y cada uno llevó su ritmo. Algunos otros se quedaron poco
después de comenzar la ladera. Yo tenía muy claro que iba a cumplir mi promesa,
y mi sueño : iba a llegar arriba. Los chicos, que eran jóvenes nos dejaron a todos pronto atrás pero los
pude seguir de cerca. Desde arriba nos animaban y se reían un poco de nuestra
lentitud. ¡Aquí os esperamos!– gritó Rubén.
Y desaparecieron hacia el centro de la meseta. Habían pasado unos
minutos, yo estaba ya muy cerca cuando reaparecieron los tres en la orilla y comenzaron a descender. Quedé parada, ¡no me esperaban! ¿Cómo iba a subir
yo sola? Le pedí que esperaran un
ratito hasta que yo llegara, pero
ellos comenzaron su descenso. Parece que
había nubes negras en el horizonte y en la sierra los tormentas son
repentinas. Pero además había otro
motivo o ellos lo utilizaron como tal. A medida que se iban acercando, vi
que miraban para atrás y se paraban un
poco, incluso les oí decir varias
veces ¡pobrecitos! Por fin pude ver entre los brezos y carpazos
que algo de color marrón oscuro se
movía. Traían algún animal. Quedé en
silencio y muy intrigada, y tardé en identificarlo. ¿Tienes pan o algo de comer
aquí? – me preguntaron. En ese momento
pude ver al primero de los dos, parecían perritos pero estaban tan delgados que
no se podía saber con certeza si lo eran.
Todos los huesecillos de su cuerpo parecían transparentarse a través de su fina
piel. Saqué de la pequeña fardela unas
galletas y sin decir nada se las iba a dar a aquellos seres que se tenían de
pie a duras penas, pero Luis me advirtió ¡no! todas no, hay que ir dándole algo
muy poco a poco, deben llevar mucho tiempo sin comer, se pueden
atragantar. Hay que darle más agua, la
que llevábamos ya la han bebido.
Los animales
desvalidos me ayudaron a olvidar mi pequeña frustración por haberme quedado a
pocos metros de mi meta como Moisés y La tierra prometida. Todos volvimos al punto en que nos esperaba Lurdes. Por el
camino los perritos se habían comido poco a poco las galletas, con ansia con
brusquedad. En el río bebieron agua que le pusimos en una latita, no se
cansaban de beber. Se notaba que su
carita, tan triste y apagada, había recuperado ya algún signo de vida. Después
de descansar un poco y haber bebido todo lo que quiesieron le dimos algo de
comer y su mirada de agradecimiento nos emocionaba. Emprendimos la vuelta a
casa. En la presa de Vega de Conde no eran capaces de subir un pequño escalón y
sin esperar a que les ayudáramos, se echaron al agua por miedo a que nos
fuéramos sin ellos. Pero no tenían fuerza, para nadar y Rubén tuvo que lanzarse
a ayudarlos a salir. En el camino hasta San Martín se caían de vez en cuando pero
se puede decir que estaban contentos, expresivos. Veníamos muy despacio, porque
estaban cansados.
Cuando
llegamos a la Laguna de los peces ya
estaban agotados. Comieron algo más y nos acercamos a una piedra grande
que hacía buena sombra y tenía una especie de pequeña cueva donde les indicamos
que se tumbaran. Quedaron dormidos al instante. En el camino ya habíamos hablado sobre el porvenir de los animalitos.
Ninguno de nosotros tenía entre sus planes el poseer una mascota, y menos aún
dos, pero no los podíamos abandonar después
de haberlos salvado. Rubén que era el más pequeño, un niño de 9 años, sí
se los quería quedar y trataba de convencer a su padre. Era un dilema. Mientras
ellos dormían nosotros seguimos discutiendo las opciones de dejarlos a buen recaudo.
No se despertaban y debíamos partir ya. Decidiríamos sobre la marcha. Aún esperamos un poco. Por
allí había mucha gente visitando la laguna y disfrutando del día espléndido y
del aire de la sierra. Unos niños acompañados de su papá se acercaron al ver
allí cachorritos y nos preguntaron algo. El caso es que le contamos su corta
historia y el problema de conciencia que teníamos ahora.
Uno de los
niños en seguida dijo: ¡Papá nos los quedamos nosotros.! No estaba el padre muy
de acuerdo pero los niños insistieron. Él se ausentó un momento y enseguida
volvió acompañado de su mujer. Después de contemplarlos un ratito nos miró
sonriente luego miró a sus hijos y espetó:
Si estos señores nos dejan, nos los llevamos. Los niños se volvían locos
de contento y nosotros, que habíamos encontrado la solución sentimos alivio y
pena al mismo tiempo. Rubén lloraba y yo
estaba a punto ¿Cómo se puede coger
tanto cariño en tan poco tiempo? Nos
despedimos agradeciendo la acogida y después de mirar con ternura una vez más a
los perritos que seguían durmiendo continuamos en coche la vuelta a casa, todos
callados todos tristes, pero pronto reaccionamos y dimos gracias por haberlos
salvado y por la seguridad de dejarlos
con una familia que los cuidaría muy bien porque los niños los iban a querer
muchísimo.
Desde entonces
recuerdo Peña Trevinca con la imagen de estos dos animales
abandonados en su regazo, que casualmente se salvaron gracias a nuestra visita
ese día. Ellos no
hubieran resistido mucho más.
Hoy La
Dama ya no viste siempre de blanco.
Nieva poco y únicamente en invierno.
Solo en su ladera norte mantiene algunos neveros a veces hasta entrar la
primavera, pero sigue siendo hermosa. Tiene demasiadas visitas. No creo que a
ella le guste. Ojalá todos se den cuenta
de que las cosas hermosas y bellas lo son por permanecer intangibles. Si se las
manosea pierden su belleza y su
misterio. Por ello no sé si volveré a intentar subir, pero mi deseo mayor es su permanencia distante
porque sería su seguro de vida.
Para mí, la
presa rota que tanto ocupa mi mente sigue unida a ella, al valle y a todo el
paisaje que hay a sus pies. Me siento integrada en esa naturaleza en la que nacimos y que forma parte íntima
de nuestro ser y estar en el mundo.
María Jesús Otero Puente.
Noviembre de 2020
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