viernes, 2 de octubre de 2020

LA DAMA DE BLANCO

  Era la hora de levantarse para ir a la escuela.  En la cocina ya crepitaba el fuego recién encendido con leña de roble,  pero costaba abandonar el lecho  caliente. Por las rendijas de la madera se colaba silbando una ráfaga de viento helado, y un resplandor blanco muy familiar  que venía de la calle  iluminaba  tenuamente el interior. Había nevado. Una  de aquellas nevadas perfectas que cubrían todo, que borraban los caminos, que impedían las tareas, que tapaban las cimas de los arbustos que comían los animales en estos meses duros  pero que alegraban a los niños porque la nieve era bella, divertida, y anunciaba días de juego en la calle y de fuegos especialmente abrazadores en el bendito hogar.



 Esos días, la abuelica se asomaba a la puerta, miraba a la sierra y murmuraba: ¡Oy  Jesús,  qué frieu fa!  y  retornaba rauda al corredor, contemplaba  el manto albo de la vea de La Retuerta y entraba en la cocina, buscando el amparo de aquella lumbre  acogedora y confortable. El padre que en esos días estaba en casa, porque las obras se paraban  por el frío y la imposibilidad de tránsito en la sierra, buscaba la pala más grande y se disponía a abrir camino para que la vida comenzara a bullir también fuera. A mí me entusiasmaba recorrer aquel risco que él abría en medio de una trinchera de nieve que solo me permitía ver el cielo y seguir por el carrilito hasta San Juan, donde los vecinos madrugadores y el ganado ya habían transitado y roto el encanto.

 A mi padre, productor de Moncabril  en las Presas de Vega de Conde y Vega de Tera, le oí por primera vez aquel nombre que me resultaba nuevo en el riquísimo elenco de nuestra toponimia: Peña Trevinca. En estos días de enormes nevadas, que podían alcanzar en el pueblo medio metro, y a veces bastante más,  él se acordaba de la montaña más alta que los observaba tranquila, inalterable desde la cumbre del cercano Moncalvo. ¡Cómo estará hoy Peña Trevinca! – decía. Después lo oí cada vez con más frecuencia, y siempre asociado al frío, a la nieve, al viento que entraba por Portillo Puertas  y agarrado al Tera  por La Cueva  abajo, llegaba al pueblo y “helaba las piedras”. Yo no la conocía . Desde el pueblo no se ve y entonces lo que no se veía desde el pueblo estaba demasiado lejos. Me intrigaba esa montaña mítica de la que los mayores hablaban con cierta admiración, respeto y un poquito de misterio. Se popularizó bastante con las obras, se acercó.

 Un día en pleno verano, siendo aún muy niña acompañé a un familiar a la sierra y pude atisbarla por primera vez, era agosto y estaba nevada. No parecía tan alta porque estaba lejos de Piachunta, centro de la serranía de nuestra demarcación. Entonces pensé que algún día iría hasta allí y podría conocerla bien. Quedó ahí en el reservorio de mis asuntos pendientes y de mis promesas.



Poco a poco fui averigüando más datos de su historial y aprendiendo algo más de ella. Datos que los mayores iban desgranando cuando hablaban de  su estampa como de una dama inalcanzable.   Era la montaña más alta de toda la sierra, más que el pico de Moncalvo,  tenía más de dos mil metros de altitud. En ella se juntaban y se separaban las tres provincias Zamora, León  y Orense.  Cerca, muy cerca de su ladera Este, nace nuestro río más importante y más grande, El Tera. Durante los años en que se construyeron las presas,  algunos de los técnicos, entre ellos el mismo Gabriel Barceló, utilizó sus condiciones muy favorables como pista de eskí y allí practicaba este deporte los domingos acompañado de su mujer y de Manolo, joven empleado, servicial y servidor, que subía los esquís hasta la altura deseada y los bajaba al final. El coche entraba hasta Vega de Conde, desde allí el camino se hacía andando.

Cuando ocurre la Tragedia en el año 59, Peña Trevinca había ganado en admiradores, había acompañado a los obreros en su trabajo y la sentían muy cercana y por ellos, también nosotros. 

La primera vez que la ví más cerca, coincidió con uno de los momentos más emotivos que viví en los años siguientes a la tragedia. Cuatro años después subí con dos amigas a ver la presa rota, aquel muro que nos había roto también a nosotros, y me pareció, sentí, que la naturaleza toda, representada por aquellas montañas cercanas, Prao caballo, El cabezo, Moncalvo, Trevinca…  los valles del Tera, y el propio río, lloraban conmigo. A partir de entonces cuando he subido a la presa rota, busco enseguida su esbelta figura pero sobre todo la siento como parte muy íntima de nuestros recuerdos y cuando pienso en Vega de Tera, que es casi constante en nuestras vidas, ella está ahí siempre nevada en el paisaje más entrañable, y más trágico.

 Por fin hace ya más de veinte años  un grupo de personas de la familia  decidimos subir hasta su palacio de nieve para visitarla. Queríamos llegar hasta la misma cima y mirarla cara a cara y contemplar desde allí el impresionante paisaje que siempre me habían dicho que se extendía a sus pies en todas las direcciones. Me invadía la emoción . Todo lo referente a esa zona es para nosotros tan profundo que nos altera mucho, nos perturba y nos estremece. Salimos temprano. Fue la primera vez que subía por San Martín y la laguna de los peces. La estampa de Vega de Tera allá abajo en el mismo comienzo de la garganta del río me estremeció profundamente una vez más. Rehuí contemplarla. En Vega de Conde recordé intensamente a mi padre que tanto había trabajado allí, tan cerca de la dama. Con fríos, con calor, con tantos anhelos que cumplir, con tantas esperanzas que se frustraron, con tantos sacrificios nunca reconocidos.

 En su valle florido junto al Tera pequeñito todavía, hicimos un descanso y tomamos un refrigerio para reponer las fuerzas necesarias  en el esfuerzo de la subida. Pero ya no seguimos todos. Allí, como en un campamento base, se quedó Lurdes esperándonos  y guardando cuanto no fuera necesario para el tramo final. El grupo era bastante desigual en la tarea de subir montañas y cada uno llevó su ritmo. Algunos otros se quedaron poco después de comenzar la ladera. Yo tenía muy claro que iba a cumplir mi promesa, y mi sueño : iba a llegar arriba. Los chicos, que eran jóvenes  nos dejaron a todos pronto atrás pero los pude seguir de cerca. Desde arriba nos animaban y se reían un poco de nuestra lentitud. ¡Aquí os esperamos!– gritó Rubén.  Y desaparecieron hacia el centro de la meseta. Habían pasado unos minutos, yo estaba ya muy cerca cuando reaparecieron los tres en la orilla  y comenzaron a descender. Quedé  parada, ¡no me esperaban! ¿Cómo iba a subir yo sola?  Le pedí que esperaran un ratito  hasta que yo llegara, pero ellos  comenzaron su descenso. Parece que había nubes negras en el horizonte y en la sierra los tormentas son repentinas.  Pero además había otro motivo o ellos lo utilizaron como tal. A medida que se iban acercando, vi que  miraban para atrás y se paraban un poco, incluso les oí decir  varias veces  ¡pobrecitos!  Por fin pude ver entre los brezos y carpazos que algo de color marrón oscuro  se movía. Traían algún animal. Quedé  en silencio y muy intrigada, y tardé en identificarlo. ¿Tienes pan o algo de comer aquí? – me preguntaron.  En ese momento pude ver al primero de los dos, parecían perritos pero estaban tan delgados que no se podía saber  con certeza si lo eran. Todos los huesecillos de su cuerpo parecían transparentarse a través de su fina piel. Saqué de la pequeña  fardela unas galletas y sin decir nada se las iba a dar a aquellos seres que se tenían de pie a duras penas, pero Luis me advirtió ¡no! todas no, hay que ir dándole algo muy poco a poco, deben llevar mucho tiempo sin comer, se pueden atragantar.  Hay que darle más agua, la que llevábamos ya la han bebido.

Los animales desvalidos me ayudaron a olvidar mi pequeña frustración por haberme quedado a pocos metros de mi meta como Moisés y La tierra prometida. Todos volvimos  al punto en que nos esperaba Lurdes. Por el camino los perritos se habían comido poco a poco las galletas, con ansia con brusquedad. En el río bebieron agua que le pusimos en una latita, no se cansaban de beber.  Se notaba que su carita, tan triste y apagada, había recuperado ya algún signo de vida. Después de descansar un poco y haber bebido todo lo que quiesieron le dimos algo de comer y su mirada de agradecimiento nos emocionaba. Emprendimos la vuelta a casa. En la presa de Vega de Conde no eran capaces de subir un pequño escalón y sin esperar a que les ayudáramos, se echaron al agua por miedo a que nos fuéramos sin ellos. Pero no tenían fuerza, para nadar y Rubén tuvo que lanzarse a ayudarlos a salir. En el camino hasta San Martín se caían de vez en cuando pero se puede decir que estaban contentos, expresivos. Veníamos muy despacio, porque estaban cansados.

Cuando llegamos a la Laguna de los peces ya  estaban agotados. Comieron algo más y nos acercamos a una piedra grande que hacía buena sombra y tenía una especie de pequeña cueva donde les indicamos que se tumbaran. Quedaron dormidos al instante. En el camino ya habíamos  hablado sobre el porvenir de los animalitos. Ninguno de nosotros tenía entre sus planes el poseer una mascota, y menos aún dos, pero no los podíamos abandonar después  de haberlos salvado. Rubén que era el más pequeño, un niño de 9 años, sí se los quería quedar y trataba de convencer a su padre. Era un dilema. Mientras ellos dormían nosotros seguimos discutiendo las opciones de dejarlos a buen recaudo. No se despertaban y debíamos partir ya. Decidiríamos  sobre la marcha. Aún esperamos un poco. Por allí había mucha gente visitando la laguna y disfrutando del día espléndido y del aire de la sierra. Unos niños acompañados de su papá se acercaron al ver allí cachorritos y nos preguntaron algo. El caso es que le contamos su corta historia y el problema de conciencia que teníamos ahora.



Uno de los niños en seguida dijo: ¡Papá nos los quedamos nosotros.! No estaba el padre muy de acuerdo pero los niños insistieron. Él se ausentó un momento y enseguida volvió acompañado de su mujer. Después de contemplarlos un ratito nos miró sonriente luego miró a sus hijos y espetó:  Si estos señores nos dejan, nos los llevamos. Los niños se volvían locos de contento y nosotros, que habíamos encontrado la solución sentimos alivio y pena al mismo tiempo.  Rubén lloraba y yo estaba a punto   ¿Cómo se puede coger tanto cariño en tan poco tiempo?  Nos despedimos agradeciendo la acogida y después de mirar con ternura una vez más a los perritos que seguían durmiendo continuamos en coche la vuelta a casa, todos callados todos tristes, pero pronto reaccionamos y dimos gracias por haberlos salvado y por la seguridad de  dejarlos con una familia que los cuidaría muy bien porque los niños los iban a querer muchísimo.

Desde entonces recuerdo  Peña Trevinca  con la imagen de estos dos animales abandonados en su regazo, que casualmente se salvaron gracias a nuestra visita                                                                            ese día. Ellos no hubieran resistido mucho más.

Hoy La Dama  ya no viste siempre de blanco. Nieva poco y únicamente en invierno.  Solo en su ladera norte mantiene algunos neveros a veces hasta entrar la primavera, pero sigue siendo hermosa. Tiene demasiadas visitas. No creo que a ella le guste. Ojalá todos  se den cuenta de que las cosas hermosas y bellas lo son por permanecer intangibles. Si se las manosea  pierden su belleza y su misterio. Por ello no sé si volveré a intentar subir, pero  mi deseo mayor es su permanencia distante porque sería su seguro de vida.

Para mí, la presa rota que tanto ocupa mi mente sigue unida a ella, al valle y a todo el paisaje que hay a sus pies. Me siento integrada en esa naturaleza   en la que nacimos y que forma parte íntima de nuestro ser y estar en el mundo.

                                                  María Jesús Otero Puente.  Noviembre de 2020


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