viernes, 6 de julio de 2018

R. D. LAWRENCE. EL NATURALISMO EN EL EXILIO

No es posible engañar a los ojos del lobo. Los lobos comprenden.
Pueden hacer añicos la farsa de la civilización.
R. D. Lawrence


R. D. Lawrence es probablemente el naturalista español más importante del que nunca habrás oído hablar, como suele decirse. Mi único argumento para esa afirmación es que cuando busco su nombre en Google y filtro los resultados por idiomas no aparece ninguna referencia en castellano. Su página de Wikipedia sólo se encuentra en inglés y, por alguna razón, en polaco. Ni siquiera lo mencionan en artículos académicos, aunque, dado su desprecio a la universidad como institución dedicada a alimentarse a sí misma, como farsa -recurriendo a la cita del inicio- para intelectuales circulares, puedo que no sea tan sorprendente. 



Existe un documental, grabado en 2011, sobre su vida y su legado, cuyo título es El secreto mejor guardado de Canadá. Si ya se hace grande un secreto que sólo tú conoces, piensa en uno que ni siquiera tú conoces. 
Dice la versión inglesa de la Wikipedia que Ronald Douglas Lawrence era canadiense. Sin embargo, la Wikipedia también dice que nació a bordo de un barco en el Golfo de Vizcaya, de madre española y padre inglés, el 12 de septiembre de 1921, y que pasó su infancia y su adolescencia en España. Dice que fue divulgador y defensor de la vida salvaje y que escribió más de treinta libros, la mayor parte de ellos sobre naturalismo, biología, ecología, viajes, paisajes, comportamientos animales. Comportamientos humanos en tanto que animales. El lugar del hombre en la corriente continua de la existencia. El lobo. Eso que ahora parece recién descubierto bajo la etiqueta inglesa de nature writing, la escritura de la naturaleza, y que se asume que en España no ha existido. Pero que tal vez sí pudo existir.
Como si quisiera asignarle fecha y escenario distintos a su nacimiento, el primer capítulo de su autobiografía, The Green Trees Beyond, nos sitúa en Barcelona, durante su adolescencia. Ronald está guiando a un grupo de soldados por el alcantarillado de la ciudad hacia el puerto, dispuestos a sorprender por la retaguardia a un destacamento enemigo que trataba de rodearles. La fecha era 1936 y el escenario que había por encima de las alcantarillas de Barcelona era la guerra civil. Tenía catorce años y se conocía todos los túneles de la ciudad. Pienso ahora en lo que hacía yo con catorce años. En fin. Cuando terminó la guerra, Lawrence emprendió un largo viaje del que no regresó y del que nunca quiso regresar. A dónde, a qué, iba a regresar. Así empieza a contarnos su vida.
R. D. Lawrence nació en el Cantábrico, vivió hasta los cuatro años en el Atlántico y se crió en el Mediterráneo. En 1926 su familia se mudó de Vigo a Arenys de Mar. De allí son sus primeros recuerdos felices. Del mar, de los peces que se dedicaba a observar en largas sesiones de buceo cada vez que lograba escaparse de casa sin vigilancia, de los bosques de pinos a su espalda, cubriendo los Pirineos. De Paco Molina, un cabrero poco mayor que él que le habló del anarquismo y que después le abriría las puertas de las milicias republicanas. De salir de casa y no regresar en todo el día, atento a los ritmos múltiples y a los movimientos de la naturaleza a su alrededor. Y también sus primeros recuerdos infelices, el día en que se mudaron a Barcelona. Tenía nueve años.
La ciudad no era el mar, ni sus turbulencias campaban a cielo abierto. Se dedicó a recorrer Barcelona de un lado a otro, por debajo de la tierra, contemplando con su mejor amigo la miseria y la vorágine que enfervorizaba las calles y permeaba las escuelas. Nada recordaría tanto de ella como esa claustrofobia primera. Uno de sus hermanos se hizo falangista, el otro torero. Ronald se hizo amigo del domador de leones de un circo que le dejó jugar con los felinos. Buceó con tiburones allí donde le habían prohibido nadar –por la existencia de tiburones– y estudió botánica con un profesor checoslovaco. El dieciocho de julio de 1936 se hallaba en un campamento y al regresar a Barcelona encontró su casa saqueada y un aviso para que se reuniera con su familia en el consulado británico, desde donde les granjearían la salida del país. Pero Ronald no fue al consulado británico. Vio a un hombre morir en el Paseo de Gracia y se unió al ejército republicano. 



Lo más sorprendente de su biografía, lo más logrado, es que al leerla no notamos el movimiento súbito de un volantazo, de un cambio de rumbo, los hitos artificiales con que creemos inaugurar etapas. Ya nada fue igual, solemos decir, pero lo cierto es que nunca nada es igual. Sin embargo, con la guerra civil dieron comienzo casi treinta años de embates homéricos de un lado al otro del mundo, impulsados, uno diría, por el deseo de pertenencia, de arraigo, negado. Vio a muchos hombres morir, amigos, enemigos, mató a otros más, se curtió y se endureció y se embruteció y no sintió más emoción real que la ira, avanzando siempre para no sucumbir al sufrimiento o a la locura o a la piedad, que es la forma más fácil de que te maten en una guerra. Ni siquiera la posibilidad de su propia muerte, nos dice, tuvo un verdadero efecto en su sistema emocional. Un viaje sin apenas importancia. He ahí la adrenalina de su historia: no nos fascina lo extraordinario de sus aventuras sino la intuición, tan literaria como natural, de que sus vagabundeos llegan a conformar la tela de una rutina, una escena en un tapiz mucho más grande. De que nada hay en la batalla, al fin y al cabo, de extraordinario. La guerra se volvió parte integral de su psique y las aguas de Arenys de Mar seguían brillando desde las primeras páginas. Nada extraordinario. 
Escapó de Barcelona al término de la guerra. En Francia un cónsul británico lo envió a Inglaterra, donde volvió a reunirse con sus padres. Fue repartidor de periódicos, de leche y de trajes limpios para una tintorería. Viajó de grumete a Nueva York a bordo del Queen Mary. Regresó a Londres en el momento en que estallaba la Segunda Guerra Mundial y el 14 de septiembre mintió sobre su edad para alistarse en el ejército británico. Acababa de cumplir dieciocho años. Entró en la artillería como jefe de un escuadrón que fue enviado a luchar a Dieppe, a Malta y a Egipto, donde combatió en la Campaña del Norte de África a cargo de un tanque que recorría las arenas vacías del desierto. Volvió a contemplar el Mediterráneo y sus puertos ahora protegidos. Dentro de ese tanque, vio morir a sus compañeros. Encontró a una muchacha sedienta y sola a la que ayudó a dar a luz. Lo hirieron en 1942 y lo enviaron a la península del Sinaí, donde se dedicó a pescar tiburones con granadas, que sacaban a flote a decenas de peces muertos con cada explosión. Al recuperarse participó en el desembarco de Normandía, donde volvió a resultar herido, esta vez de gravedad, y fue trasladado a Inglaterra para la recuperación. Allí empezó a estudiar por su cuenta los tres libros de biología con los que pudo hacerse. Sólo la vida hace la vida soportable.
Le dieron el alta, volvió a Londres, se matriculó en la universidad y empezó a ahorrar todo lo que ganaba barriendo el suelo en una fábrica de remaches, de camarero, en una fundición, de repartidor de carbón. También escribía artículos en periódicos locales. En 1948, después de tres años estudiando,  empezó a odiar Londres y la universidad. Acostumbrado a las relaciones de la guerra, no fue capaz de soportar la mediocridad de la paz, la falta de coraje, la irrelevancia de esos segundos en los que no te estaban apuntando con un arma. Tampoco el paisaje de granjas y pequeñas arboledas. Añoraba su infancia en Arenys de Mar y el Mediterráneo. 
Me sentía prisionero en una isla que llevaba siglos dominada por la civilización y que por ello no podía ofrecerme aquello que ansiaba: el mundo de la naturaleza.
Durante años sólo se había hecho una pregunta: ¿Qué es la vida? Es decir, ¿cómo funciona la vida? Una pregunta que le permitiera asumir que todo lo que había visto era real.
Su tesis de fin de carrera fue rechazada porque no estaba escrita en inglés académico, esto es, porque todo el mundo podía leerla. Dejó la universidad sin graduarse y se embarcó rumbo a Francia para intentar regresar a España. En Port Vendres encontró a uno de sus antiguos compañeros del ejército republicano. Se unió al maquis para una última escaramuza, aún sabiendo que el movimiento que intentaba acabar con el régimen de Franco desde los Pirineos no tenía ninguna posibilidad. Después de eso, entró en Barcelona, utilizando sólo el apellido de su padre. El de su madre, Rodríguez, era con el que se había registrado durante la guerra. Todos sus conocidos estaban muertos o exiliados o en alguno de los campos de concentración franquistas y el país que había dejado atrás en el 39 había desaparecido bajo un estado policial, dictatorial, corrupto, en el que la prensa callaba los desmanes del poder. Conoció a la que sería su primera esposa, Shirley, una chica británica con la que regresó a Inglaterra, otro país desaparecido bajo un montón de ruinas. Nació su primer hijo, Simon. Pero a Lawrence le resultaba físicamente imposible vivir en Inglaterra. Le dijo a su mujer que se iba a Canadá y que haría que ella y el niño le acompañaran cuando encontrar un lugar en que vivir. Tras cinco días de viaje, viendo la costa arbolada de Terranova, arrojó al mar su sombrero y su paraguas perfectamente londinenses y los vio hundirse.
Hoy sé que el paraguas y el bombín se habían convertido en los símbolos de una vida que no me ofrecía apenas estímulos por los que vivir […] Seguía, sin embargo, confuso, sintiendo que el nuevo continente me daba la bienvenida y, al mismo tiempo, pensando que el viejo aún me arrastraba a la existencia rutinaria, frustrante, vacía, que había llevado desde el día en que me dieron el alta en 1945.
Durante varios meses vendió coches en Toronto. Finalmente se hizo con uno y viajó al norte, hacia Ontario, entre el hielo y la nieve y los bosques, y decidió quedarse allí. Obtuvo una licencia del gobierno para ser leñador. Su mujer y su hijo se mudaron con él y tuvieron otra hija y poco después la mujer y los dos niños regresaron a Inglaterra, incapaces de acostumbrarse a ese clima y a esa soledad. Ronald empezó a escribir para varios periódicos regionales y, salvo por los tres o cuatro años que trabajó de corresponsal en África Central a finales de los sesenta –a uno no se le agota el ímpetu aventurero de la noche a la mañana–, ya no saldría de Canadá.
El secreto de Ronald Lawrence empezó a perderse en los bosques en que contempló por primera vez los ojos de un lobo. En los ojos de un lobo uno puede ver cualquier cosa, conocerse y desconocerse, y tomar perspectiva. Saberse parte de algo más grande, pues son, al fin y al cabo, los ojos de un misterio. Uno puede incluso descubrir que quiere dedicar el resto de su vida a estudiarlos y protegerlos.
Pasó los siguientes catorce meses en una cabaña en mitad del bosque, con la única compañía de su perro Yukon. Finalmente compró un amplio terreno boscoso y lo convirtió en su hogar y en el santuario para animales salvajes en el que trabajaría, con su última esposa, Joan, hasta su muerte en 2003. Ese proyecto terminaría siendo el germen de la Reserva Haliburton de Ontario. Fueron más de treinta años –¿importa la simetría?– dedicados a leer y a estudiar la fauna y la flora local y a  escribir artículos y libros en los que relata sus encuentros con los ritmos, los comportamientos, los procesos del territorio que habitaba. Volvía a formular la misma pregunta, ¿qué es la vida?, pero había entendido ahora que la pregunta había que hacérsela a los bosques, a los ríos y a las montañas.
Ahora, constantemente rodeado de naturaleza, escuchando a los pájaros que cantan todo el día, los informes de tráfico que emiten por la radio no me incumben. Aquí no hay multitudes, no hay sensación de violencia. Vuelvo a vivir en mis dominios infantiles de la Costa Brava catalana, salvo que en vez del Mediterráneo tengo el Arroyo del Oso, que corre por una esquina de nuestra finca, y el estanque que acabamos de terminar. Y en lugar de los Pirineos, tengo el Escudo Canadiense, rocas de granito negras que me invitan al estudio cada vez que salgo del valle y empiezo a trepar hacia esas cumbres que llevan ahí quinientos millones de años.
La primera vez que leí acerca de R. D. Lawrence no pude sino lamentar la guerra evangélica y la dictadura mística que había privado a este país de alguien que, sencillamente, se dedicara a amar y preservar su lugar en el mundo, el único mundo en que hemos conocido la vida, en vez de a destruirlo. ¿Era orfandad lo que sentía o mero chovinismo? Ya hay demasiada gente pidiendo que a toda idea se le ponga la Marca Nacional, no siendo que en los mercados no nos vendamos lo suficiente. No quisiera dedicarme a repatriar pensamientos. Sin embargo, pienso ahora en las montañas Sanabria, por ejemplo, y en si no habrán faltado voces que salieran en defensa de su fauna, del lobo, por ejemplo, durante los años en que se diezmó su población. Voces que hablaran desde las propias montañas y que amaran esas montañas. 
Me pregunto si no habríamos necesitado –nosotros, seamos quienes seamos y lo que seamos– que lucharan en nuestro bando aquellos que comprendían que todo lo salvaje tiene derecho a existir; que vivir en un mundo domesticado es perjudicial para la salud, por no decir para el alma. Aquellos a los que les emociona más el árbol que el asfalto, la mirada del lobo que el propio ombligo. El mundo siempre ha estado escaso de ellos, pues tiene la tendencia a guiarles hacia un retiro silencioso, a fortificar su secreto. Y, así, desaparecen.
La naturaleza puede ser la salvación de la humanidad si aprendemos a entender su funcionamiento y a respetar toda vida. He aprendido más de mí mismo y de los hombres al estudiar el funcionamiento del mundo natural de lo que aprendí estudiándome a mí mismo. Sólo tenemos un mundo y parece que nos empeñamos en destruirlo. El hombre, me parece, siempre ha poseído un impulso de muerte, al menos desde que adquirió su fina fachada de civilización, signifique esa palabra lo que signifique en este momento. 



David Muñoz Mateos
Puebla de Sanabria, 14 de agosto, 2018

1 comentario:

  1. Agradecer al autor y a Cryosanabria por acercarnos a la vida apasionante y apasionada de R. D. Lawrence. Me llama la atención que, como a tantos, la lectura de Walden también a él le cambiara la vida.

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